Penas canónicas en casos de abuso por parte de clérigos,
¿son realmente necesarias?
¿son realmente necesarias?
Cuando se considera el
caso de algún tipo de abuso sexual por parte de clérigos que, de otra manera,
son reconocidos como beneméritos para la iglesia y la sociedad, el creyente
puede preguntarse si no es exagerado o incluso malicioso pretender una
intervención por parte de las autoridades de la Iglesia para esclarecer una
supuesta situación abusiva sucedida y administrar las penas canónicas
correspondientes. Parecería más bien un acto de venganza, o de envidia, o de alguna
otra cosa.
Este es un cuestionamiento
válido. El bien realizado por esos clérigos se considera desproporcionadamente
grande en relación al mal que se les imputa. Más aun, el cuestionamiento se
hace más intenso si esos clérigos son acusados después de muchos años de
ocurridos los hechos, cuando oscuras intenciones parecerían mezclarse entre
aquellos que promueven un obrar justiciero.
Estas líneas sólo
pretenden favorecer algunas consideraciones. El tema en sí es amplísimo.
Lo que hay que
establecer con claridad para poder echar alguna luz a esta situación es la
necesaria distinción entre la ofensa a la ley de Dios (pecado) y la
ofensa a la ley canónica. No tratamos aquí acerca de la pecaminosidad
de ciertas acciones que se le atribuyen a este o aquel clérigo. Ese es el
ámbito de Dios y de la consciencia. Arrepentimiento, enmienda, reparación son
los pasos a seguir por todo pecador. Nadie está libre de pecado y por lo tanto
nadie puede pretender tirar ni la primera piedra, ni la segunda ni ninguna
otra. La misericordia de Dios es
abundante también en el caso de los pecados más tremendos, mediando el
sincero arrepentimiento.
Pero hay otra realidad
íntimamente ligada a la anterior y que ha existido en la Iglesia desde los
tiempos apostólicos, a saber, las sanciones o penas canónicas. El Libro
VI del Código de Derecho Canónico trata extensamente sobre las sanciones en la
Iglesia (cánones 1311-1399). Nos preguntamos entonces: ¿son realmente
necesarias esas sanciones? Si Dios perdona al pecador arrepentido, ¿porqué
insistir en aplicar sanciones? O puesto de otra manera, ¿puede ser lícito y
cristiano reclamar la aplicación de penas canónicas para un clérigo cuyas
ofensas han sido suficientemente descubiertas? ¿Obra siguiendo sólo categorías “mundanas”
quien busca que las penas canónicas se apliquen en los casos que contempla la
ley? ¿No deberíamos evitar que se
apliquen esas sanciones de modo que se pueda evitar el escándalo
público?
La respuesta de la Iglesia
a éste válido interrogante no es ambigua. He aquí algunas consideraciones:
El Código mencionado
establece que las sanciones penales en la Iglesia son de carácter medicinal
y expiatorio (c. 1312 § 1). “Medicinal” mira a la corrección del comportamiento
del ofensor; “expiatorio” mira a la compensación por el mal hecho a la Iglesia,
por lo cual la remisión de las penas expiatorias no depende del
arrepentimiento y enmienda del ofensor.
La triste historia
reciente vivida en varios países acerca de abusos sexuales por parte de
clérigos brinda un triste ejemplo de cómo no hay que considerar
la ley canónica en su letra y en su espíritu. La realidad factual es que en la
mayoría de los casos que terminaron siendo probadas ofensas graves, la ley
canónica fue virtualmente ignorada por parte de los superiores
eclesiásticos, hasta que la ofensa se hizo pública. Semejante mentalidad
para cuya justificación se dan numerosas y aparentemente buenas razones fue, si
no el único, el más importante de los motivos que permitieron la continuación ad
nauseam de los abusos: muchos superiores eclesiásticos y superiores
religiosos no quisieron aplicar las penas medicinales y expiatorias que
hubieran evitado en gran parte tanto los numerosos crímenes cometidos
contra niños y jóvenes como también el dramático escándalo que se
produjo luego. Con eso se privó a la Iglesia de los frutos que hubiese
traído la aplicación de esas penas. Es claro que lo hacían ellos no
para favorecer los abusos de los clérigos sino por esa perimida concepción del
“buen nombre de la Iglesia” que no les permitía ver en la ley canónica un
instrumento real y necesario de justicia, misericordia y salvación para todos:
abusadores, abusados y pueblo fiel.
El Papa San Juan
Pablo Magno escribía en la Carta a los Obispos de los Estados Unidos,
ya en 1993, las siguientes palabras:
“Las penas
canónicas que se prevén para ciertas ofensas y que dan expresión social de
desaprobación del mal, están plenamente justificadas. Estas penas
ayudan a mantener una clara distinción entre el bien y el mal, alentando
a un comportamiento moral, como también a crear una clara conciencia de la
gravedad del mal en cuestión.”
En la Carta del Papa Benedicto
XVI a los Católicos de Irlanda el Santo Padre trata de los abusos
ocurridos en esa Iglesia local. Se refiere allí a abusos de menores de edad y
adultos vulnerables. Sin embargo, los principios que enuncia son perfectamente
aplicables a otras ofensas contra el sexto mandamiento y van en la dirección de
lo que venimos diciendo:
“En particular,
hubo una tendencia [después del Concilio Vaticano II], motivada por buenas
intenciones, pero equivocada, a evitar los enfoques penales de las
situaciones canónicamente irregulares.”
No debería ser difícil
ver que el bienintencionado pero equivocado deseo de evitar los procesos y
penas canónicas para de ese modo evitar el posible escándalo es, a
la corta o a la larga, un grave error. Enumerando elementos que finalmente
dieron lugar a la crisis actual el Papa menciona en esa misma carta una...
“... preocupación
fuera de lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evitar escándalos,
cuyo resultado fue la falta de aplicación de las penas canónicas en
vigor y la falta de tutela de la dignidad de cada persona.”
Volviendo de su visita a
Portugal el mismo Papa lo explicaba así:
“Los ataques al
Papa y a la Iglesia no sólo proceden de afuera, sino que los sufrimientos de la
Iglesia proceden precisamente del interior de la Iglesia, del pecado que se da en la Iglesia. Esto siempre se ha
sabido, pero hoy lo vemos de manera realmente aterradora: la mayor persecución de la Iglesia no procede de
los enemigos de afuera, sino que nace del pecado en la Iglesia, y la Iglesia, por tanto, tiene una profunda
necesidad de volver a aprender la
penitencia, de aceptar la purificación, de aprender por una parte el
perdón, así como la necesidad de la justicia. El perdón no sustituye la justicia”.
El Cardenal Francesco Coccopalmerio,
Presidente del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos -
autoridad indiscutible en la materia - decía en una entrevista:
“Las penas y
los castigos propuestos por la Ley de la Iglesia deben aplicarse.
Ante una acción negativa, que daña el bien de una persona y, en
consecuencia, el bien de la Iglesia, la ley penal espera una reacción,
que no es otra que la del pastor que aplica una pena canónica”.
Luego agregó el Cardenal
que si un obispo no reacciona imponiendo un castigo al sacerdote culpable del
crimen de abuso sexual “de alguna manera consentiría -o al menos parecería
consentir- en el mal cometido. Un acto negativo debe necesariamente ser
condenado; requiere una reacción”.
En el campo de las
circunstancias actuales no deja de sorprender los varios casos de abuso
moral y psicológico por parte de fundadores de comunidades religiosas
o personas en situación parecida, casos en su mayoría suficientemente probados
o en camino de serlo, como son entre otros muchos los casos de Marcial Maciel
(Legionarios de Cristo), Luis Figari y German Doig (Sodalicios de Vida
Cristiana), Marie-Dominique Philippe (Comunidad de Saint Jean) etc. En estos
casos la entrega y el servicio a la Iglesia eran – o al menos parecían serlo –
indiscutidos y apreciados por el pueblo de Dios. Sin embargo también a ellos la
Iglesia aplicó las penas previstas por el código, aunque tal vez con demasiada
lentitud en algunos de los casos. Eso ayudó a sanar las heridas en beneficio de
todos, aunque por medio del sufrimiento que la publicidad de estas situaciones
siempre conlleva.
No parece, pues, estar
en línea con la mente de la Iglesia el considerar este deseo de justicia
ante abusos graves como algo proveniente, necesariamente, de un deseo de
“venganza” o de una actitud “no- cristiana”. Alguien que tuviese el deseo de
justicia no puede ser tildado, automáticamente, como enemigo de la Iglesia o
del clérigo en cuestión o de la obra por él realizada. Más allá de las
intenciones, que sólo Dios conoce, la experiencia y la ley de la Iglesia
enseñan con claridad que “los enfoques penales” son necesarios para
“aprender la penitencia” y evitar en lo posible que esos males se repitan.
* * * *
Excelente post! Muchas gracias.
ResponderBorrarMuy agradecido, realmente muy claro y útil para el alma, para que los escrúpulos, que son también diabólicos, no impidan el recto deseo de justicia y su misericordioso cumplimiento efectivo
ResponderBorrarQuien es el capo que escribe esto??
ResponderBorrarParece que hay novedades: http://infocatolica.com/?t=noticia&cod=27158
ResponderBorrarlos que alguna vez fuimos parte del IVE seguimos este blog y lo entendemos. sin embargo, gente laica encuentra dificultad para entender. demasiada informacion. posts mas concisos podrian ayudar a la comprension. a pesar de las ultimas noticias de infocatolica, creo que este blog debe seguir publicando informacion contundente relativa al tema. no se dejen apretar. Fuerza!
ResponderBorrar